Una chica llega a altas horas de la
noche a la residencia de estudiantes donde vive, se ha quedado hasta
tarde con unas amigas y cuando llega a dormir son más de las tres.
Entra en la habitación tratando de no
hacer ruido para no despertar a su compañera de cuarto, tampoco enciende
la luz para no molestarla por lo que tiene que avanzar a oscuras
empleando solo la luz de tu teléfono móvil para no golpearse con los
muebles.
Cuando se mete en la cama empieza a oír
unos quejidos ahogados, la chica se queda en silencio para escuchar
mejor. El sonido es como pequeños grititos ahogados o quejidos sin
fuerza. Se imagina que su compañera se habrá traído a su novio al cuarto
y estarán teniendo una noche apasionada, le sorprende que no colgara
una prenda de ropa en la puerta como acostumbran a hacer como señal de
que tienen “visitas”. Pero está demasiado cansada para levantarse y
buscar otro sitio donde dormir. Sin darse cuenta cae en un profundo
sueño entre lamentos y quejidos.
A la mañana siguiente se despierta
sintiendo una humedad en su cama, aún medio dormida lleva su mano al
líquido que empapa la manta y pega un salto tras comprobar que es
sangre. Sobre su colcha la cabeza cortada de su amiga con un pañuelo en
la boca que le sirvió de mordaza la noche pasada.
La habitación parece un matadero, todo está ensangrentado y en la pared escrito con la sangre de su amiga se podía leer:
“Suerte que no encendiste la luz”
Al llegar el forense dictaminó que la
chica llevaba pocas horas muerta, al parecer el asesino la había estado
torturando toda la noche a escasos metros de la cama donde descansaba.
Los quejidos eran gritos de dolor que quedaban ahogados por la mordaza
mientras el psicópata despellejaba y mutilaba viva a la víctima. Sin
saberlo la chica había salvado su vida al no encender la luz y
sorprender al asesino en mitad del crimen.
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